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Las meninas

Las meninas (como se conoce a esta obra desde el siglo XIX) o La familia de Felipe IV (según se describe en el inventario de 1734) se considera la obra maestra del pintor del Siglo de Oro español Diego Velázquez. Acabado en 1656, según Antonio Palomino, fecha unánimemente aceptada por la crítica, corresponde al último periodo estilístico del artista, el de plena madurez. Es una pintura realizada al óleo sobre un lienzo de grandes dimensiones formado por tres bandas de tela cosidas verticalmente, donde las figuras situadas en primer plano se representan a tamaño natural. Es una de las obras pictóricas más analizadas y comentadas en el mundo del arte.

Aunque fue descrito con cierto detalle por Antonio Palomino y mencionado elogiosamente por varios artistas y viajeros que tuvieron la oportunidad de verlo en el palacio, no alcanzó auténtica reputación internacional sino hasta 1819, cuando, tras la apertura del Museo del Prado pudo ser copiado y contemplado por un público más amplio. Desde entonces se han ofrecido de él diversas interpretaciones, sintetizadas por Jonathan Brown en tres grandes corrientes. La realista, cronológicamente la primera, defendida por Stirling-Maxwell y Carl Justi, ponía el acento en la fidelidad del «momento captado» con la que el pintor se anticipaba al realismo de la fotografía, valorando con Édouard Manet y Aureliano de Beruete los medios técnicos empleados. La publicación en 1925 del artículo dedicado a La librería de Velázquez por Sánchez Cantón, con el inventario de la biblioteca que poseía Velázquez, abrió el camino a nuevas interpretaciones de carácter histórico-empírico basadas en el reconocimiento de los intereses literarios y científicos del pintor. La presencia en la biblioteca del pintor de libros como los Emblemas de Alciato o la Iconología de Cesare Ripa estimuló la búsqueda de variados significados ocultos y contenidos simbólicos en Las meninas. Con Michel Foucault y el posestructuralismo nace la última corriente interpretativa, de carácter filosófico. Foucault descarta la iconografía y su significación y prescinde de los datos históricos para explicar esta obra como una estructura de conocimiento en la que el espectador se hace partícipe dinámico de su representación.

El tema central es el retrato de la infanta Margarita Teresa de Austria, colocada en primer plano, rodeada por sus sirvientes, «las meninas», aunque la pintura representa también otros personajes. En el lado izquierdo se observa parte de un gran lienzo, y detrás de este el propio Velázquez se autorretrata trabajando en él. El artista resolvió con gran habilidad todos los problemas de composición del espacio, gracias al dominio que tenía del color y a la gran facilidad para caracterizar a los personajes. El punto de fuga de la composición se encuentra cerca del personaje que aparece al fondo abriendo una puerta, donde la colocación de un foco de luz demuestra, de nuevo, la maestría del pintor, que consigue hacer recorrer la vista de los espectadores por toda su representación. Un espejo colocado al fondo refleja las imágenes del rey Felipe IV y su esposa Mariana de Austria, medio del que se valió el pintor para dar a conocer ingeniosamente lo que estaba pintando, según Palomino, aunque algunos historiadores han interpretado que se trataría del reflejo de los propios reyes entrando a la sesión de pintura o, según otros, posando para ser retratados por Velázquez: en este caso, la infanta Margarita y sus acompañantes estarían visitando al pintor en su taller.

Las figuras de primer término están resueltas mediante pinceladas sueltas y largas con pequeños toques de luz. La falta de definición aumenta hacia el fondo, siendo la ejecución más somera hasta dejar las figuras en penumbra. Esta misma técnica se emplea para crear la atmósfera nebulosa de la parte alta del cuadro, que habitualmente ha sido destacada como la parte más lograda de la composición. El espacio arquitectónico es más complejo que en otros cuadros del pintor: es el único donde aparece el techo de la habitación. La profundidad del ambiente está acentuada por la alternancia de las jambas de las ventanas y los marcos de los cuadros colgados en la pared derecha, así como la secuencia en perspectiva de los ganchos de araña del techo. Este escenario en penumbra resalta el grupo fuertemente iluminado de la infanta.

Como sucede con la mayoría de las pinturas de Velázquez, la obra no está fechada ni firmada y su datación se apoya en la información de Palomino y la edad aparente de la infanta, nacida en 1651. Se halla expuesta en el Museo del Prado de Madrid, donde ingresó en 1819, procedente de la colección real.

Contexto histórico y artístico Velázquez pintó este cuadro en 1656, año perteneciente al reinado de Felipe IV, penúltimo monarca de la dinastía de los Austrias. Hacía más de diez años (1643) que había tenido lugar la caída del valido conde-duque de Olivares, y ocho años (1648) del final de la guerra de los Treinta Años con el resultado de la Paz de Westfalia, cuyas consecuencias para España y el reinado de Felipe IV fueron una clara decadencia. En el año en que Velázquez pintó Las meninas, el rey estaba ya muy envejecido y con evidentes signos de cansancio bien demostrados en la obra del mismo autor, Retrato de Felipe IV (entre 1656 y 1657). Fue en este año de 1657 cuando Inglaterra y Francia pactaron el reparto de las posesiones españolas en Flandes, comenzando un duro ataque contra la monarquía española, que terminó con la derrota de Dunkerque en la batalla de las Dunas por parte de Felipe IV y la firma del Tratado de los Pirineos en 1659. Después de la ejecución de este cuadro, en 1660, se impuso el matrimonio entre el rey de Francia Luis XIV y la infanta María Teresa, hija de Felipe IV. Velázquez, debido a su cargo en la corte española, tuvo que desplazarse a la Isla de los Faisanes para preparar este encuentro; después de este viaje, falleció en Madrid.

Desde los años 1650, Velázquez por su cargo en la corte y durante su segundo viaje a Italia recibió el encargo de adquirir diversas obras pictóricas entre las que se encontraban algunas realizadas por Tiziano, el Veronés y Tintoretto. El pintor se encontraba, después del regreso de Italia, en plena madurez vital y artística. En 1652 fue nombrado Aposentador mayor de palacio, un cargo de gran responsabilidad, pues era una especie de mayordomo del rey que debía encargarse de sus viajes, alojamiento, ropas, ceremonial, etc. Por ello disponía de poco tiempo para pintar, pero aun así los escasos cuadros que realizó en esta última etapa de su vida merecen el calificativo de excepcionales. En 1656 realizó Las meninas, reconocida como su obra maestra. Velázquez tuvo contacto en estos años cercanos a Las meninas con Francisco Rizi, que en 1655 fue nombrado pintor del rey y en 1659 trabajó en la decoración del Salón de los Espejos del Alcázar junto con Carreño y bajo la supervisión de Velázquez. Juan Carreño de Miranda fue amigo y protegido de Velázquez aunque pertenecía a una generación más joven. Dos años después de terminado el lienzo de Las meninas, en 1658, se encontraban en Madrid junto con Velázquez los grandes pintores Zurbarán, Alonso Cano y Murillo. Zurbarán testificó y tomó parte activa en el proceso que finalmente permitió a Velázquez ingresar en la Orden de Santiago.

Fue enterrado el 6 de agosto de 1660 con el vestido y la insignia de caballero de la Orden de Santiago, distinción que tanto deseó conseguir en vida. Se dice, sin tener ninguna certeza oficial, que fue Felipe IV el que después del fallecimiento del artista añadió a la pintura de Las meninas la cruz de la orden sobre el pecho de Velázquez.

El título El cuadro se describe por primera vez en el inventario del Real Alcázar de Madrid de 1666 (uno de cuyos responsables era el yerno del pintor, Juan Bautista Martínez del Mazo) descrito como «retrato de la emperatriz», en alusión a la protagonista, la infanta Margarita Teresa de Austria. El inventario localiza la obra en el despacho del rey en el cuarto de verano:

De forma semejante se citaba en los inventarios de 1686 y 1700, en los que a esta descripción se añadía: «donde se retrató a sí mismo pintando». En la lista de obras salvadas del incendio del Alcázar en 1734 aparecía ya con el título de La familia de Felipe IV, que es el que tenía en 1819 al ingresar en el Museo.

Será en 1843, en el catálogo de las obras del Museo del Prado hecho por Pedro de Madrazo -cuando era director del mismo su padre José de Madrazo-, cuando reciba el nombre de Las meninas, que proviene de la descripción del cuadro que realizó el pintor y escritor Antonio Palomino (1653-1726) en su obra El museo pictórico y escala óptica, donde decía que «dos damitas acompañan a la infanta niña; son dos meninas». Con este nombre, de origen portugués, se conocía a las acompañantes, generalmente de familia noble, que servían como damas de compañía a las infantas, hasta su mayoría de edad.

Historia del cuadro La más completa y primitiva información del cuadro se encuentra en la biografía extensa y llena de pormenores que dedicó Antonio Palomino a Velázquez, publicada en el tercer tomo del Museo pictórico y escala óptica, titulado El parnaso español pintoresco laureado. Según su propia confesión Palomino obtuvo los datos de las notas biográficas, actualmente perdidas, escritas por Juan de Alfaro, un pintor que había sido discípulo de Velázquez en los últimos años de su vida, lo que entre otras cosas le iba a servir para identificar con precisión a todos menos uno de los personajes retratados.

La pintura se terminó en 1656, fecha que encaja con la edad que aparenta la infanta Margarita (unos cinco años). Felipe IV solía visitar el taller del pintor, como cuenta Palomino recordando algunos precedentes históricos, conversaba con él y a veces se quedaba viéndole trabajar, sin protocolo alguno. El lugar donde trabajaba Velázquez era una sala amplia del piso bajo del antiguo Alcázar de Madrid, próxima al denominado «Cuarto del Príncipe» por haber sido el aposento del príncipe Baltasar Carlos, muerto en 1646, diez años antes de la fecha de Las meninas. Algunos años después de muerto Velázquez la pieza principal del «Cuarto del Príncipe», que es precisamente el lugar retratado con precisión en Las meninas, se acondicionó como taller de los pintores de cámara.

Según el inventario redactado tras la muerte de Felipe IV en 1665, el cuadro se hallaba entonces en el despacho del rey en el cuarto de verano, lugar para el que fue pintado. Estaba colgado junto a una puerta, y a la derecha se hallaba un ventanal. Se ha deducido que el pintor diseñó el cuadro expresamente para dicha ubicación, con la fuente de luz a la derecha, e incluso se ha especulado con que fuese un truco visual: como si el salón de Las meninas pareciese una prolongación del espacio real, en el sitio donde el cuadro se exponía. En aquel momento se valoró en 16 500 reales, precio muy bajo si se compara con el valor de 52 800 reales que se dio a siete espejos que se guardaban en la misma sala, pero no tanto si se compara con otras pinturas, siendo con diferencia el más valorado de los cuadros del pintor.

En el incendio que destruyó el Alcázar de Madrid (1734), este cuadro y otras muchas joyas artísticas tuvieron que rescatarse apresuradamente; algunas se recortaron de sus marcos y arrojaron por las ventanas. Las meninas se salvó, pero a ese incidente se atribuye un deterioro (orificio) en la mejilla izquierda de la infanta, que, por suerte, fue restaurado en la época con buenos resultados por el pintor real Juan García de Miranda. El cuadro reaparece en los inventarios del nuevo Palacio de Oriente, hasta que fue trasladado al Museo del Prado. La pintura estuvo colocada en la sala XV de dicho museo, al lado de un gran ventanal que le proporcionaba luz natural por la derecha, como en la ubicación original, efecto que se perdió con su traslado a la sala XII.

Durante la guerra civil española el cuadro y otras obras fueron evacuados por el equipo de Jacques Jaujard y trasladados a Ginebra.

En 1984, en medio de una fuerte controversia, fue restaurado bajo la dirección de John Brealey, experto del Museo Metropolitano de Nueva York. Previamente se habían efectuado exhaustivos estudios en colaboración con la Universidad de Harvard. La restauración se redujo a la eliminación de capas de barniz que habían amarilleado y alteraban el efecto de los colores. El estado actual de la pintura es excepcional, especialmente si se tiene en cuenta su gran tamaño y antigüedad.

Técnica Para José Gudiol Las meninas suponen la culminación de su estilo pictórico en un proceso continuado de simplificación de su técnica, primando el realismo visual sobre los efectos del dibujo. Velázquez en su evolución artística entendió que para plasmar con exactitud cualquier forma solo se precisaban unas determinadas pinceladas. La simplicidad fue su objetivo en su época de madurez y en Las meninas es donde mejor consiguió reflejar estos logros.

En Las meninas destaca su equilibrada composición, su orden. La mitad inferior del lienzo está llena de personajes en dinamismo contenido mientras que la mitad superior está imbuida en una progresiva penumbra de quietud. Los cuadros colgados de las paredes, el espejo, la puerta abierta del fondo son una sucesión de formas rectangulares que forman un contrapunto a los sutiles juegos de color que ocasionan las actitudes y movimientos de los personajes. La composición se articula repitiendo la forma y las proporciones de los dos tríos principales (Velázquez-Agustina-Margarita por un lado e Isabel-Maribarbola-Nicolasito por otro), en una posición muy reflexionada que no precisó ajustes y modificaciones sobre la marcha, como acostumbraba a hacer Velázquez en su forma de pintar, llena de arrepentimientos, rectificaciones, correcciones y ajustes conforme avanzaba en la ejecución de un cuadro. Esta disposición elegida y la armonía de los tonos consiguen esa maravillosa naturalidad que le da ese aspecto de secuencia improvisada captada fugazmente.

Velázquez fue un maestro en el tratamiento de la luz. Iluminó el cuadro con tres focos luminosos independientes, sin contar el pequeño reflejo del espejo. El más importante es el que incide sobre el primer plano procedente de una ventana de nuestra derecha que no se ve, que ilumina a la infanta y su grupo convirtiéndola a ella en el principal foco de atención. El amplio espacio que hay detrás se va diluyendo en penumbras hasta que en el fondo un nuevo y pequeño foco luminoso irrumpe desde otra ventana lateral derecha cuyo resplandor incide sobre el techo y la zona trasera de la habitación. El tercer foco luminoso es el fuerte contraluz de la puerta abierta en la parte frontal del fondo donde se recorta la figura de José Nieto y desde donde la luminosidad se proyecta desde el fondo del cuadro hacia el espectador, formándose así una diagonal que lo atraviesa en sentido perpendicular. El entrecruzamiento de esta luz frontal de dentro a fuera y las transversales aludidas, forma distintos juegos luminosos de inclinaciones varias de arriba hacia abajo o de derecha a izquierda, creando una ilusión de planos superpuestos en profundidad de gran verosimilitud. Esta compleja trama luminosa llena el espacio de sombras y contraluces invitando al espectador a mirar cada detalle en vaivén por todo el cuadro.

Sistemáticamente Velázquez busca neutralizar los matices destacando solo algunos elementos para que la intensidad cromática no predomine en general. Así en el grupo de personajes principal, sobre una capa ocre solo destaca algunos matices grises y amarillentos en contraposición a los grises oscuros del fondo y de la zona alta del cuadro. Ligeros y expresivos toques negros y rojos más la blancura rosada de las carnaciones completan el efecto armónico. Las sombras se emplean con determinación y sin vacilar, incluyendo en ellas el negro. Esta idea de neutralizar los matices predomina en su arte, tanto al definir con pocos y precisos trazos negros el personaje a contraluz del fondo, como cuando obtiene la verdadera calidad de la madera en la puerta de cuarterones del fondo, o cuando siembra de pequeños trazos blancos la falda amarillenta de la infanta o al sugerir sin ni siquiera intentar dibujarlo su ligero pelo rubio.

El cuadro está pintado a la última manera de Velázquez, la que empleó desde su regreso del segundo viaje a Italia. En esta última etapa se aprecia una mayor dilución de los pigmentos, un adelgazamiento de las capas pictóricas, una aplicación de la pincelada desenfadada, atrevida y libre. Como decía Quevedo un «pintor de manchas distantes» o en «la tradición de Tiziano», lo que en España se llamaba «pintura a borrones». Las meninas se realizó de forma rápida e intuitiva según la costumbre de Velázquez de pintar de primeras el motivo, en vivo, de hacerlo directamente alla prima, con espontaneidad. En esta última década de su vida, Velázquez consiguió un dominio de la técnica pictórica y de la perspectiva aérea, que trasmitió en Las meninas y en su probable siguiente gran obra: Las hilanderas. En ambas obras consiguió la sensación de que entre los personajes hay un espacio de «aire» que los difumina a la vez que los aúna a todos ellos, llevando a su extremo la técnica de pinceladas sueltas y ligeras que había empezado a emplear en su periodo intermedio y se encuentra, por ejemplo, en El príncipe Baltasar Carlos a caballo.

La calidad técnica del cuadro, con el tratamiento de la textura fina y las pinceladas compactas aplicadas con una gran maestría, ha hecho posible su buen estado de conservación, a pesar del tiempo transcurrido desde su ejecución, sin que apenas se observen craquelados. Las medidas originales fueron ligeramente retocadas en una primera restauración, en la que el cuadro se volvió a entelar. En el borde superior y el lado lateral derecho se puede detectar las señales que dejaron los clavos que fijaban la tela al bastidor; fue recortada por el lado izquierdo y se hizo un pequeño doblez para hacer posible la nueva sujeción. Parece que se perdió muy poco trozo de la orilla.

Los estudios radiográficos llevados a cabo en el Museo del Prado y el análisis técnico de Carmen Garrido han demostrado que Velázquez realizó la pintura directamente en el lienzo sin bocetos previos: por medio de la aplicación de manchas de color cubrió grandes partes de la tela de forma irregular, a la manera de la llamada Escuela veneciana encabezada por Giorgione. Las correcciones o pentimenti fueron múltiples, siendo las más notables las que afectaron al propio pintor, que en un primer estado se presentaba con el rostro de perfil girado hacia la infanta Margarita; la mano derecha de la infanta también estaba corregida y puesta más baja que en su posición inicial; otros arrepentimientos se encuentran en el espejo del fondo, donde se apreció el encaje de la cabeza del rey con una técnica abocetada y con pigmentos más densos que el que sugiere la figura de la reina casi invisible. Los contornos de las figuras se realizaron con trazos largos y sueltos, aplicando luego toques rápidos y breves para destacar las luces de los rostros, manos y detalles de los vestidos. La rapidez de ejecución se aprecia en los detalles decorativos.

Velázquez empleó una gama de colores fría y con una paleta sobria y no extensa. Al aplicar las pinceladas apenas roza el lienzo, consiguiendo una textura fina, con solo algunos puntos donde se aprecian más las pinceladas algo más gruesas. Según dijo Delacroix usaba un «empaste neto y al mismo tiempo rico de matices». Los personajes son tratados de forma naturalista, ya sea la menina Agustina Sarmiento ofreciendo la cerámica con agua o la propia infanta Margarita. Todos los personajes del cuadro están introducidos en una escena donde la luz trata la atmósfera como punto de unión entre ellos.

Velázquez utilizó los blancos de plomo sin casi mezclas en diversos puntos del cuadro, como en las camisas, los puños de Mari Bárbola o la manga derecha de Agustina Sarmiento; lo hizo con un toque rápido y decidido que consigue el reflejo de las vestiduras y adornos, como en el caso de la infanta Margarita o en la camisa del propio pintor. En los cabellos de la infanta y en sus adornos, también se aprecia el arte de la pincelada del maestro. En las cuatro figuras femeninas del primer término se observa un tratamiento similar; los vestidos denotan la categoría y la clase de tela de cada uno de ellos. En el caso de Nicolasito Pertusato, la definición queda más desdibujada. Velázquez empleó toques de lapislázuli sobre todo en el vestido de Mari Bárbola, y lo hizo con objeto de conseguir reflejos en el color profundo de este vestido. Los personajes reflejados en el espejo están elaborados de manera más rápida y con una técnica esbozada.

c. 1656
Óleo sobre lienzo
318.0 x 276.0cm
Imagen y texto cortesía de Wikipedia, 2023

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Museo Nacional del Prado
Museo Nacional del Prado
Colección permanente